Dossier: “Las enfermedades neurodegenerativas. Una clínica compartida por la Neurología y la Psiquiatría”
- Coordinadores: Martín Nemirovsky, Juan Carlos Stagnaro
Quienes se dedican a la difícil tarea de acompañar y tratar a las personas que padecen enfermedades degenerativas del sistema nervioso central enfrentan dos grandes desafíos: por un lado, el aumento de la prevalencia de las mismas, en gran parte debido al envejecimiento poblacional; y por el otro, la evidente falta de terapéuticas eficaces que ayuden a disminuir el sufrimiento que conllevan esos cuadros.
La asistencia de las enfermedades neurodegenerativas convoca a diferentes miembros del equipo de salud, que en muchas ocasiones trabajan conjuntamente, pero, a veces no coordinan suficientemente sus esfuerzos o abordan la situación sin recurrir a los otros o, incluso, entran en conflicto con ellos.
Históricamente, las demencias fueron objeto de estudio de la psiquiatría, y fue hacia fines del siglo XIX, con la aparición de la neurología como especialidad, que se estructuró el campo de la neuropsiquiatría. Durante el siglo XX se produjo la disociación de ambas especialidades, quedando, como categorizaba Henri Ey, la neurología para el diagnóstico y tratamiento de las desestructuraciones parciales del sistema nervioso y la psiquiatría para las desestructuraciones globales del mismo. Las demencias quedaron compartidas por estas dos miradas, entendidas desde una perspectiva más neurobiológica en sus aspectos conductuales y anatomofuncionales por la neurología y estudiadas más en sus aspectos antropológicos por la psiquiatría. Si se entiende a estos cuadros como procesos (tanto en el sentido jasperiano del término como en su ineluctable evolución temporal) ambos enfoques son, sin duda, complementarios: un proceso demencial se origina en un deterioro progresivo e irreversible del tejido cerebral que desencadena una dramática condición subjetiva, vivenciada por cada individuo que lo sufre de manera muy particular. De allí que el acompañamiento de estas personas en el duelo por la pérdida de su propia personalidad, y de su entorno familiar que se ve frecuentemente conmocionado por esos cambios en figuras hasta entonces altamente significativas para todos sus miembros, implique estrategias muy complejas que incluyen abordajes farmacoterapéuticos, psicoterapeúticos y socioterapéuticos. Es un hecho constatado que neurólogos y psiquiatras se disputan la exclusividad que estas patologías podrían tener en sus edificios conceptuales y en el contingente de pacientes que serían parte de su pertinencia asistencial y de investigación. Sin embargo, cada vez son más las voces de quienes consideramos que es necesario crear puentes para generar maneras de trabajo colaborativo que redunden en una mejor atención de nuestros mayores.
En este Dossier presentamos diversos artículos sobre estas patologías de borde, para cuya redacción invitamos a escribir a reconocidos profesionales a fin de ilustrarnos en aspectos de las problemáticas en las cuales nos vemos inmersos a la hora de dar cuenta de problemas cada vez más frecuentes y complejos, respecto de los cuales es indispensable una constante actualización tanto en sus aspectos clínicos como diagnósticos, pronósticos y terapéuticos.
Las demandas a los servicio de salud sufrirán grandes cambios en las próximas décadas por el incremento de las consultas por trastornos cognitivos que, como señalamos al principio, aumentarán su prevalencia epidemiológica en consonancia con el aumento del envejecimiento poblacional. Este fenómeno enfrentará a los psiquiatras a nuevos desafíos bioéticos en torno a problemas tales como la capacidad para dar un consentimiento respecto de un tratamiento, la participación en un protocolo, el manejo de la propia economía personal por parte de los pacientes, las condiciones de la toma de decisiones para determinar una institucionalización, el manejo de los síntomas conductuales, etc.
A propósito de ello Hugo Pisa presenta en su artículo diversas consideraciones éticas acerca de la práctica con pacientes que padecen demencia; formulando inteligentes preguntas que cuestionan ciertas convicciones muy arraigadas en nuestra práctica cotidiana y alertando sobre la seducción fácil por las medidas basadas en protocolos despersonalizados en oposición a una clínica del caso por caso que se centre en la resolución de la complejidad versus los reduccionismos simplificadores.
Jesica Ferrari y colaboradores nos ilustran en cómo ayudan los estudios de neuroimágenes al especialista de consultorio, principalmente en el diagnóstico diferencial de las distintas demencias, de los cuadros clínicos atípicos y para descartar otras causas no neurodegenerativas del deterioro cognitivo como tumores, infecciones del sistema nervioso central o eventos vasculares. Simultáneamente nos recuerdan que las neuroimágenes no arrojan evidencias patognomónicas, sino que constituyen un elemento más para el diagnóstico de gran cantidad de enfermedades neurodegenerativas.
Bacigalupe y Pujol nos presentan una concepción distinta de la fisiopatología de la Enfermedad de Parkinson, a partir de los aportes de la neurociencia social cognitiva. Esta incluye: las dimensiones, tanto del acto motor simple como de la complejidad de la comunicación e inclusión social. El estudio del movimiento puede aportar elementos para el desarrollo de mejores tratamientos rehabilitadores de la Enfermedad de Parkinson. Como fenómeno neurocognitivo y social, el movimiento involucra tanto la percepción como la acción; y en este diálogo percepción-acción es que aparece la kinesia paradojal como propiedad del sistema motor. Presentan una hipótesis del control interno-externo, como posible modelo explicativo del movimiento en la Enfermedad de Parkinson.
Igor Aedo y sus colegas de Chile nos aportan un circunstanciado informe acerca de la internación psiquiátrica de pacientes mayores de 65 años en el país vecino. Curiosamente, o no tanto, los costos del tratamiento modelan las prácticas (las internaciones recaen económicamente en gran medida sobre los usuarios), y la estadía de los adultos mayores en la Sala de Internación, no es más prolongada que lo de los más jóvenes. En efecto, los autores luego de investigar concienzudamente los datos aportados por más de 3000 internaciones producidas a lo largo de una década en un Hospital Universitario de Santiago de Chile, no encontraron mayores tiempos de estadía general ni asociada a diagnósticos específicos en pacientes geriátricos comparados con no-geriátricos.
Por su lado Ignacio Demey y varios colegas del Instituto de Neurociencias Cognitivas (INECO), acompañados por Ricardo Allegri, nos proporcionan una puesta al día de la información sobre la Demencia Vascular. En su artículo enumeran diversas alternativas futuras para el diagnóstico, como, por ejemplo, biomarcadores o marcadores genéticos; y ponen énfasis en la prevención primaria de estos cuadros, a través de propender a la disminución de los factores de riesgo de las enfermedades vasculares.
Para terminar, Richly y Bustin abordan la problemática de los síntomas conductuales y psiquiátricos de la Enfermedad de Alzheimer que suelen ser subestimados o considerados erróneamente como accesorios, cuando en realidad son parte importante de la presentación clínica y del pronóstico de la enfermedad. Por ello, afirman los autores, es fundamental que los médicos estén capacitados para detectar y tratar la depresión, la apatía, los síntomas psicóticos, la agitación/agresividad y los trastornos del sueño que sufren frecuentemente estos pacientes, cuya presentación clínica y tratamiento pueden diferir del de otros trastornos psiquiátricos o neurológicos, por lo cual es importante conocer la especificidad de los mismos. Tal vez ellos sean los síntomas más dramáticos e incómodos de esta enfermedad, los que más agotan cotidianamente a los familiares y/o cuidadores; requiriendo para su manejo de un trabajo en equipo, que incluya a psiquiatras y neurólogos, pero también a los cuidadores, terapistas ocupacionales, enfermeras y familiares.