![]() | No134 - Volumen XXVIII Julio/Agosto 2017 ![]() |
A partir de los últimos años del siglo pasado, y muy aceleradamente en los que van transcurriendo del presente, se ha desarrollado una nueva corriente de pensamiento: el transhumanismo. Esta ideología, que se originó, particularmente, en los EE. UU., ya cuenta con sus defensores y detractores, sus sabios y creadores y, sobre todo, con enormes recursos económicos proporcionados por empresas como Google, que financian múltiples centros de investigación dedicados al desarrollo de su postulado central: lograr un acrecentamiento, una ampliación, un realce, de las capacidades humanas (human enhancement), gracias a la aplicación combinada de nuevas tecnologías. El movimiento de ideas que va dando forma al transhumanismo (algunos, yendo más allá, ya hablan de posthumanismo) se está expresando en millares de publicaciones y genera apasionados debates en universidades y en el seno de influyentes círculos políticos y económicos, además de empezar a agrupar a sus cultores en asociaciones de creciente influencia internacional. Los trashumanistas militan por el empleo de las nuevas tecnologías aplicadas a las células madre, la clonación reproductiva, la hibridación hombre/máquina, la ingeniería genética y la manipulación de embriones, con el propósito anunciado de “mejorar la condición humana”. Frente a tales proyectos que parecen surgidos de la ciencia ficción (aunque a la luz de ciertas realizaciones actuales ¿podría ser más correcto decir de la ciencia “no tan ficción”?) empiezan a delinearse dos corrientes, los que sostienen la libertad de experimentación a ultranza sin preocuparse por sus efectos, y los moderados que, aceptando que es imposible detener la ola de nuevos conocimientos y aplicaciones de los mismos, proponen regularlos política y éticamente para impedir excesos imprevisibles y hasta dañinos. Sin embargo, la prudencia de estos últimos se ve obstaculizada porque las nuevas tecnologías, que algunos autores agrupan bajo la sigla NBIC (Nanotecnología, Biotecnología, Informática [big data, objetos de Internet] y Cognitivismo [inteligencia artificial, robótica]), como bien lo señala Luc Ferri (La révolution transhumaniste, 2016) tienen características que las vuelven muy difíciles de regular: 1) tienden a desarrollarse exponencialmente y a una velocidad formidable; 2) son difíciles de comprender en sus alcances porque los conocimientos científicos que se requieren para ello son altamente sofisticados y, por ende, escapan a la comprensión del gran público y de la mayoría de los decisores políticos y 3) cuentan con el sostén de poderosos lobbies empresariales que invierten en ellas sumas fabulosas de fondos y esperan, como es lógico de imaginar, obtener mayores ganancias a partir de las mismas. Los posibles efectos de esa revolución en las posibilidades de modificación de la vida humana abren múltiples interrogantes: ¿se abrirá un futuro mejor para toda la humanidad o los eventuales beneficios quedarán restringidos, leyes del mercado mediante, para los que puedan acceder a ellos económicamente?, ¿habrá un brecha más profunda entre los poderosos del centro del mundo y los pobres de su periferia?, ¿lo que sus más apasionados defensores proponen proveerá solo soluciones o desencadenará nuevos riesgos insolubles para las futuras generaciones del homo sapiens?... La presencia de estos datos en el escenario cultural del presente, en la medida que interpela la condición humana poniéndola en tránsito (trans) hacia una transformación en algo distinto (post) a lo que somos, pondrá en tensión en un futuro probablemente más cercano del que se pueda imaginar hoy las prácticas y hasta las mismas bases en las que se funda el quehacer de los médicos y, en especial, de los psiquiatras. Juan Carlos Stagnaro |