![]() | Nº139 - Volumen XXIX Mayo/Junio 2018 ![]() |
Una civilización mide su viabilidad, entre otros factores, por la forma en que trata a sus niños. Si se toma ese criterio como parámetro, ésta, en la que vivimos, parece llamada a su extinción. Después de décadas introduciendo principios, declaraciones y recomendaciones en relación al cuidado y derechos de la niñez, el momento actual parece teñido de la más feroz indiferencia hacia los menores. Ya sea que se trate de soldaditos al servicio del narcotráfico, pequeños guerreros africanos que apenas si pueden sostener sus armas, migrantes intentando alcanzar Europa ahogándose en las playas italianas, pibes argentinos desnutridos en un país masivamente productor de alimentos… la brutalidad y la indiferencia ante el sufrimiento de sus cachorros parece campear por doquier en la cultura del homo sapiens. Tal estado de cosas no es privativo de la periferia subdesarrollada del mundo. En el centro desarrollado se verifica el mismo fenómeno con la mayor agudeza. Durante los meses de mayo y junio de este año la prensa mundial dio a conocer una información ofrecida por el Departamento de Seguridad Nacional de los EE. UU., según la cual, en tan solo seis semanas casi dos mil niños centroamericanos -la mayoría de provenientes de Guatemala, Honduras y El Salvador que huían de situaciones de creciente inseguridad y miseria- fueron separados de sus familias, debido a la aplicación del principio de tolerancia cero a la migración de familias indocumentadas impuesto por la administración de Donald Trump. Efectivamente, según esos datos oficiales, entre el 5 de mayo, cuando comenzó a implementarse esa política, y el 9 de junio, 2.342 niños y jóvenes inmigrantes fueron separados de sus padres en la frontera sur del país y encerrados en centros de detención, mientras sus progenitores eran enviados a juicio. Ante la condena internacional a ese accionar y la exigencia de la ONU emitida por la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos a fin de que se detuviera “de inmediato esa grave violación de los derechos del niño”, en la que además se denunciaba que los “Estados Unidos es el único país en el mundo que no ha ratificado la Convención de los Derechos de los Niños, pero eso no los exime de velar y cumplir los derechos de los menores”, el presidente norteamericano suspendió la medida, pero el daño traumático sobre las víctimas ya estaba consumado. Nicolás Guillén, el célebre poeta cubano, nos recuerda en sus versos profundamente fraternales que: “Al negro de negra piel / la sangre el cuerpo le baña,/ la misma sangre, corriendo,/ hierve bajo carne blanca”; y pregunta dolorosamente; “¿Quién vio la carne amarilla, /cuando las venas estallan/ sangrar sino con la roja/ sangre con que todos sangran?” ¿Qué pretensión se puede tener de vivir en una sociedad en la que impere una dosis, aceptable al menos, de salud mental, cuando algunos, los más poderosos e influyentes para apoyar ese objetivo, actúan en el sentido contrario al mismo. Cuando olvidan que son iguales a los demás en derechos y obligaciones, aunque no en el caudal de su fortuna. Quizás Guillén vuelva a ser de ayuda para llamarlos a la realidad de su simple y común condición que es la vara que nos mide a todos, cuando advierte: “¡Ay del que separa niños, porque a los hombres separa!”, y nos recuerda que: “Sobre sangre van los hombres/ navegando en sus barcazas:/ reman, que reman, que reman,/ ¡nunca de remar descansan!/ Ay de quien no tenga sangre,/ porque de remar acaba,/ y si acaba de remar,/ da con su cuerpo en la playa,/ un cuerpo seco y vacío,/ un cuerpo roto y sin alma,/ ¡un cuerpo roto y sin alma!... Juan Carlos Stagnaro |